LA HORDA

(NOVELA)

PROMETEO
Germanias, 33.—VALENCIA
1905

Capítulos:I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII

LA HORDA

I

A las tres de la madrugada comenzaron a llegar los primeros carros de lasierra al fielato de los Cuatro Caminos.

Habían salido a las nueve de Colmenar, con cargamento de cántaros deleche, rodando toda la noche bajo una lluvia glacial que parecía elúltimo adiós del invierno. Los carreteros deseaban llegar a Madrid antesque rompiese el día, para ser los primeros en el aforo. Alineábanse losvehículos, y las bestias recibían inmóviles la lluvia, que goteaba porsus orejas, su cola y los extremos de los arneses. Los conductoresrefugiábanse en una tabernilla cercana, la única puerta abierta en todoel barrio de los Cuatro Caminos, y aspiraban en su enrarecido ambientelas respiraciones de los parroquianos de la noche anterior. Se quitabanla boina para sacudirla el agua, dejaban en el suelo el barro de suszapatones claveteados, y sorbiéndose una taza de café con toques deaguardiente, discutían con la tabernera la comida que había deprepararles para las once, cuando emprendiesen el regreso al pueblo.

En el abrevadero cercano al fielato, varias carretas cargadas detroncos aguardaban la llegada del día para entrar en la población. Losboyeros, envueltos en sus mantas, dormían bajo aquéllas, y los bueyes,desuncidos, con el vientre en el suelo y las patas encogidas, rumiabanante los serones de pasto seco.

Comenzó a despertar la vida en los Cuatro Caminos. Chirriaron variaspuertas, marcando al abrirse grandes cuadros de luz rojiza en el barrode la carretera. Una churrería exhaló el punzante hedor del aceitefrito. En las tabernas, los mozos, soñolientos, alineaban en una mesa,junto a la entrada, la batería del envenenamiento matinal: frascoscuadrados de aguardiente con hierbas y cachos de limón.

Presentábanse los primeros madrugadores temblando de frío, y luego deapurar la copa de alcohol o el café de «a perra chica», continuaban sumarcha hacia Madrid a la luz macilenta de los reverberos de gas. Acababade abrirse el fielato y los carreteros se agolpaban en torno de labáscula. Los cántaros de estaño brillaban en largas filas bajo elsombraje de la entrada. Discutían a gritos por el turno.

—¿Quién da la vez?—preguntaba al presentarse un nuevo carretero.

Y al responderle el que había llegado momentos antes, colocaba suscántaros junto a los de éste, con el propósito de repeler a trallazoscualquiera intrusión en el turno.

Todos mostraban gran prisa por que les diesen entrada, azorando con suspeticiones al de la báscula y a los otros empleados, que, envueltos ensus capas, escribían a la luz de un quinqué. Los cántaros sólo conteníanleche en una mitad de su cabida. Mientras unos carreteros aguardaban enel fielato, otros avanzaban hacia Madrid, con cántaros vacíos, en buscade la fuente más cercana. Allí, dentro del radio, sin temor alimpuesto, se verificaba el bautizo, la multiplicación de la mercancía.

Los carros de la sierra, grandes, de pesado rodaje y toldo negro,comenzaban a desfilar hacia

...

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